El sábado 12 de mayo de 2012 -por si
no lo tienen presente, un lindo y soleado sábado otoñal- cuatro
gatos locos –en rigor, cinco- arribamos a la Casona de Flores para
concretar nuestro primer encuentro. Entre mates, galletitas y
mandarinas compartimos un par de lecturas y unas cuantas preguntas.
Las lecturas las compartiremos más abajo; el mate, las galletitas y
las mandarinas se las debemos; y las preguntas... bueno, intentaremos
reponerlas de algún modo.
Sepan que no nos
juntó únicamente el azar. A los Beatles tampoco: fue Paul el que un
día dijo “John, te presento a George”. Y esa presentación fue
posible porque un trasfondo musical, que precedía al encuentro
mismo, ya los estaba inquietando. Del mismo modo, una de nosotras
conocía a la otra, y esa conoció a una tercera... y así. Y si
pudimos presentarnos mutuamente fue por una inquietud de fondo que
nos motivaba (y aún lo hace).
Lo diremos sin
rodeos: todas escribimos. Y cuando decimos ‘escribimos’, no nos
referimos al hecho de pulsar teclas frente a un monitor ni al de
trazar grafías multiformes sobre una hoja de papel. Claro que
escribimos en ese sentido, en efecto, son acciones –a veces casi
mecánicas- que realizamos cotidianamente. Pero cuando nos
reconocemos como escritoras, y cuando asumimos la escritura como una
tarea que nos constituye, nos interesamos más bien por el sentido de
lo que hacemos. De ahí que no nos resultan tiradas de los pelos
preguntas como “¿qué es escribir?”, o “¿en qué se reconoce
una escritora?” Pero, ojo, no nos formulamos estas preguntas para
arribar a una definición universal, verdadera y objetiva de la labor
que realizamos, sino más bien para delinear el sentido del trabajo
que queremos afirmar.
“Queremos
afirmar”, decimos. Y, de golpe, parecería que estuviésemos
asociando la escritura, enteramente, a un acto de nuestra voluntad.
Bueno, en parte, sí, pero, en parte, no. Es cierto que escribimos
porque queremos; con todos los dolores que pueda traer aparejada la
tarea, elegimos la escritura. Pero también es cierto que escribimos
porque no podríamos no hacerlo. Y esto no tiene nada que ver con las
determinaciones de una presunta Naturaleza, no creemos que hayamos
nacido para escribir. Bien podríamos haber sido bailarinas,
actrices, fotógrafas y un largo etc. Pero si no podemos no escribir
es porque, en una serie de instantes –acaso sin darnos cuenta-, la
escritura nos fue encontrando. Y no siempre nos encontró
escribiendo, muchas veces lo hizo en medio de una lectura veraniega.
¡Ah, la lectura!
También somos lectoras, insaciables lectoras. Y, otra vez, no porque
reconozcamos los caracteres que se suceden para dar lugar a una
frase. Somos lectoras también cuando miramos una película, y no
porque fijemos la vista en los subtítulos chiquititos y amarillos
que aparecen en la parte inferior de la pantalla. Lo somos porque
recorremos lo que se nos presenta en busca de un sentido que, lejos
de estar configurado de antemano, vamos creando en el proceso mismo
de lectura. Cuántas veces hemos dado con un ‘algo’ maravilloso
en una película, y cuántas veces la hemos recomendado a algún
amigo para descubrir, más tarde, que él no lo encontró allí donde
nosotras lo dejamos. Así que el sentido buscado no preexiste a la
lectura, sino que va emergiendo gracias a ella. Tampoco preexiste a
la escritura, no escribimos porque tengamos algo que decir sino que
el proceso mismo de escritura nos va descubriendo el sentido de
aquello que escribimos. Y así, el leer y el escribir, espalda con
espalda, resultan ser las dos caras de una misma operación creadora.
Suena fácil,
¿verdad? O, al menos, espontáneo. Pues no lo es, la creación de
sentido precisa de un trabajo muy fino, arduo e inagotable. Leer y
escribir tal como queremos hacerlo exige un entrenamiento de una
cierta función fabuladora que nada tiene que ver con la imaginación.
La fabulación que perseguimos ......
No hay comentarios:
Publicar un comentario